Deseo levantarme cada día con esta plena percepción de la libertad.
Cada mañana, con los ojos abiertos, deseo percibirla, es la primera consideración.
También porque, si se acabara de alguna manera, si me diera cuenta de que ya no está presente y de que ya no está ahí, sé que, desde ese mismo momento, me desconectaría y me autodestruiría hasta que no quedara nada de mí.
No me importa si a veces la veo abrazada por la soledad.
Al fin y al cabo, la soledad no me pesa.
De hecho, me parece tranquilizadora, agradable y deseable.
En cambio, lo que siempre me ha molestado más es sentirme controlada, incluso por los sentimientos.
Desde luego, no podría ser una persona verdaderamente feliz sin poder elegir en todo momento a quién amar, a quién disgustar, a quién desear.
Por esta razón deseo la libertad.
Hace ya mucho tiempo que conocí a la Libertad y quedé fascinado, conquistado, encantado por ella.
Inmediatamente supe que le entregaría todo mi ser.
Es una experiencia que, cuando sucede, no puedes evitar ni definir, igual que cuando te enamoras.
Y, desde ese momento, la he protegido en cada momento de mi vida.
Nuestro vínculo es muy fuerte.
Somos inseparables, amigos, cómplices y amantes eternos.
Quienes nunca nos han hecho el amor nunca lo entenderán.
Porque la libertad es una elección.
Y mientras tenga la posibilidad de elegir, seré libre.
Para siempre.
Lástima para aquellos que nunca se han encontrado con ella, o para todos aquellos que, aunque se hayan cruzado con ella por casualidad, la han rehuido, o para aquellos que la han vendido a cambio de alguna promesa tranquilizadora de palabras vacías sin valor.
Y que tarde o temprano se darán cuenta de que hay algo mucho peor que la soledad.
Una prisión llena de restricciones, obligaciones, remordimientos y arrepentimientos.
